Cuando el reciclado es sinónimo de epopeya. La cooperativa Etilplast crece a pulmón. La integran 25 familias. Ganaron la licitación para recolectar por dos años basura diferenciada en el inmenso country Nordelta. El crecimiento los llevó a necesitar de un crédito. Lo pidieron a Scioli, pero no tienen respuesta. Podría ser una historia de ficción, por la epopeya de sus protagonistas. Pero es real y todavía el final es abierto. Comenzó hace seis años, después de la hecatombe económica de fines del 2001: por entonces, Walter Luzuriaga había terminado el secundario y estaba empezando el CBC para estudiar Agronomía en la UBA. Pero el vivero de su papá en Escobar quebró y Walter decidió salir a cartonear por el parque industrial de Garín para costearse el colectivo hasta la universidad y los libros. Un día tuvo un golpe de suerte: una fábrica de shampoo le dio seis toneladas de desechos. Ese primer acopio derivó en la cooperativa Etilplast, que empezó a dedicarse al reciclado de materiales plásticos. Hoy se convirtió en una pequeña empresa que tiene a su cargo la recolección diferenciada de residuos domiciliarios en tres barrios cerrados de la zona norte del conurbano y en un gigantesco country, Nordelta, donde también la cooperativa ganó la licitación para retirar la basura de las casas por dos años. Pero a la historia le falta el final feliz: el crecimiento que tuvo el emprendimiento demandó la compra de un par de camiones y le generó un defasaje financiero que está ahorcando a Etilplast. Tiene un contrato por un millón de pesos, pero no puede cubrir los cheques que tiene que pagar la semana próxima. Necesita imperiosamente un crédito blando.
“De la cooperativa viven en forma directa unas 25 familias”, cuenta el muchacho, de 23 años. Etilplast les compra regularmente materiales para reciclar a 150 cartoneros de Benavídez y a la cooperativa Reciclando Sueños, Trabajo y Transformación de La Matanza. Sin un salvavidas, la rueda de progreso para todos ellos puede romperse.
Lo primero que se ve al llegar al galpón donde funciona la cooperativa es una montaña de bolsas de arpillera repletas de envases plásticos vacíos, de lavandina, de yogur, mangueras viejas, caños rotos, tachos de pintura vacíos, bolsas de polietileno. Después de atravesar el proceso de recuperación que hace Etilplast, todos esos materiales serán vendidos convertidos en pequeñas pelotitas o “pelets” para volver a ser útiles con forma de perchas, caños nuevos, cajitas de CDs, bolsas de residuos, entre otros destinos.
El depósito está ubicado en la avenida Benavídez 3326, partido de Tigre. El ruido de las máquinas ensordece. María Elisa González mete bolsas plásticas en una especie de centrífuga que inicia el camino de la recuperación del material. Tiene 31 años y es madre sola de cuatro hijos, de 12, 9, 7 y 2 años. “Conocí este lugar porque estaba sin trabajo y venía a venderles envases de plásticos que juntaba en mi casa: botellas de lavandina, de detergente, tarritos de yogur”, cuenta María. Hace cuatro años que trabaja en Etilplast, dice, antes de hacer un alto en su labor para ir a buscar a sus hijos a la escuela: ya es la hora del mediodía y les tiene que dar el almuerzo. María vive a tres cuadras y media, en una casita humilde. Nunca cobró un plan social.
El presidente de Etilplast es Carlos Lizarazu, padre de Walter. Con él, Fabián, otro de sus hijos, e Ismael, un vecino que acababa de ser echado de su empleo de un club de la zona donde hacía el mantenimiento de las canchas de fútbol, sembraron la semilla de la cooperativa.
–Walter fue el iniciador –dice Carlos, con orgullo, en la pequeña oficina que tiene el depósito. En la puerta hay pegada una estampita de San Cayetano–. Yo tenía un vivero en Escobar, pero lo tuve que cerrar. En el 2001, en mi casa no había un peso y Walter tuvo que salir a cartonear.
Después de las dos horas de viaje en el 87 que lo traía a Garín desde Paternal, Walter recorría las fábricas del parque industrial de la zona en busca de cartones que pudieran venderse para reciclar. “Tuve que salir a cirujear. Sacaba entre 30 y 50 pesos por día. Con eso me pagaba el colectivo y los apuntes”, recuerda. Acababa de egresar del Instituto de Florihorticultura y Jardinería de Escobar, un colegio secundario agropecuario. En una de las recorridas, la empresa Plusbell le ofreció llevarse seis toneladas de materiales plásticos, entre botellitas de shampoo, tachos de 200 litros y otros envases en desuso. Tenían una inspección y la empresa que se encargaba de retirarle los residuos estaba retrasada y no podían esperarla más.
“Hicimos tres viajes en un camión grande”, recuerda Carlos, para dar una idea del volumen de la basura obsequiada. Fue como si los hubieran tocado con una varita mágica. Carlos había trabajado a mediados de los ’80 en el reciclado de plástico y sabía del tema. Rápidamente tuvieron que conseguir un galpón para dejar semejante cantidad de residuos: un vecino les tiró el dato de uno que acababa de desocuparse y que es el que hoy tienen. “Fuimos a ver al dueño y nos dijo que nos lo prestaba por tres meses. Ni siquiera tenía luz, porque el anterior inquilino se había llevado toda la conexión”, dice Walter. “La idea era moler los plásticos para comercializarlo con valor agregado”, precisa Carlos. Tuvieron que hacer malabares para fabricar de la nada –y sin un peso– las máquinas que necesitaban para el proceso. Las bolsas que tenían las canjearon en Hurlingham por un viejo molino para triturar el material. “Como era muy chico y los envases que teníamos no entraban, inventamos una guillotina para cortarlos en pedazos. Todo fue muy manual y artesanal. Como no teníamos bateas para lavar el material, lo lavamos en los tanques de 200 litros que nos había dado Plusbell. También tuvimos que inventar una máquina para secarlo y la hicimos con un trompo de albañil y un soplete. No teníamos recursos para hacerlo de otra manera”, cuenta Walter. Tanto esfuerzo dio sus frutos: vendieron 1200 kilos de polipropileno a 1,60 peso el kilo y 4500 kilos de polietileno a 1,50 peso por kilo.
“Con el dinero decidimos comprar más material. Así fuimos a parar a una quema de Zárate y aprendimos la primera lección de cooperativismo. Los cartoneros que trabajaban ahí nos contaron que siempre sufrían abuso de quienes les iban a comprar ahí porque les terminaban bajando el precio. Entonces habían decidido juntarse varios y lo iban a vender afuera y después se repartían el dinero. Decidimos empezar a comprarles a ellos: nos traían el material, botellas de lavandina, tachitos, bidones, y nosotros lo procesábamos”, recuerda Walter.
Dieron el gran salto cuando consiguieron apoyo económico de La Base, un banco social que da créditos con fondos canadienses, que les prestó 10.000 pesos. Con ese dinero mejoraron maquinaria y pudieron tener una agrumadora para moler las bolsas y convertirlas en pequeñas bolitas o “pelets”. Eso es lo que comercializan actualmente. Procesan de 5 a 8 toneladas semanales. Un poco después conseguirían otra ayuda de Fuerza Solidaria, un fideicomiso del Banco Provincia, la Lotería bonaerense y la gobernación: les prestaron 235 mil pesos para comprar un galpón.
No se contentaron con eso y empezaron a pensar –dice Walter– en cómo podían colaborar con el cuidado del medio ambiente. Decidieron entonces dar charlas en las escuelas de la zona para concientizar a los chicos sobre la importancia de la separación de la basura y de qué materiales podían reciclarse, para evitar que los cartoneros tuvieran que revolver los desechos domiciliarios. “Siempre el mejor promotor ambiental es el chico”, enfatiza Walter. En ese derrotero llegaron al Colegio Southern Cross, en Tigre, donde los alumnos les plantearon que por sus casas no pasaban cartoneros porque vivían dentro de un country. Así nació otra de las iniciativas de la cooperativa. Por intermedio de una maestra, cuyo hermano vive en uno de los barrios amurallados, el Santa María de Tigre, le prepusieron al consejo directivo encargarse de la recolección puerta a puerta y que los vecinos les dieran los residuos reciclables separados. No aceptaron esa propuesta pero sí colocar dos contenedores –que hoy ya son cuatro– para tirar papeles, diarios y revistas en uno y tetrabricks y telgopor en el otro. El diario local de Benavídez, La verdad y la mentira, contó esa experiencia. Y del pueblo cerrado Nordelta los fueron a ver porque sí querían la recolección diferenciada puerta a puerta.
Y aquí apareció otra varita mágica. La misma maestra les prestó dinero para comprar un camioncito y empezaron con la tarea en uno de los barrios de Nordelta, La Alameda, como prueba piloto. Y se extendieron también al barrio cerrado Santa Bárbara, de Tigre y al Haras Santa María, de Escobar.
La experiencia siguió creciendo. Están ahora replicando la misma tarea en otros seis barrios de Nordelta y desde junio también se hacen cargo de la recolección de toda la basura domiciliaria del mega emprendimiento inmobiliario. Walter y sus socios ganaron la licitación para llevar adelante ese trabajo por dos años. “Fue una inversión muy grande. Tuvimos que comprar un camión y un camión prensa. Teníamos que empezar a trabajar en diciembre y no llegamos porque no teníamos los vehículos. Recién pudimos el mes pasado y eso nos produjo una crisis muy grande. Tenemos un defasaje de 200 mil pesos. El problema es financiero, no económico. No pedimos un subsidio, podemos pagar. Lo que necesitamos es un crédito. Tenemos condiciones para responder porque tenemos un contrato por un millón de pesos. La idea es seguir creciendo, avanzar cada vez más pero tenemos limitaciones”, se lamenta Walter, que planea ahora volver a la universidad –la terminó abandonando– para estudiar ingeniería industrial.